Culpa

Los espacios que mi mente llena de conversaciones conmigo misma a veces están repletos de melancolía y otras muchas aparece la culpa como máxima ejecutora del diálogo.
Ni siquiera sabe normalmente por qué está ahí.
Acechante.
Se sienta en la sala, como si el lugar fuese suyo, y ocupa todo espacio y resquicio en blanco.
Lo llena todo de un color ambiguo y me deja sensaciones que acallan todo lo demás.
La culpa no tiene nombre propio
A veces se convierte en mí.
A veces en otros.
A veces no es nadie.
Te muestra un carrusel de situaciones donde te señala
Siempre, directa o indirectamente: tú
Si había ventanas abiertas las cierra.
Se siente cómoda en la oscuridad.
Aunque sea redundante, la culpa no tiene culpa.
La culpa existe. 
Al principio me costaba hacerle hueco. Lo hacía todo suyo y no dejaba sitio a nada más.
Pero a la culpa hay que saberla ver.
A la culpa hay que mirarla a los ojos y decirle que le entiendes. 
Que tiene un sitio, un espacio, un lugar; pero que no puede arrasarlo todo. 
Cuando la entiendes. 
Cuando la acompañas.
Ese color ambiguo se convierte en un gris, un gris que depende del día tira más a blanco o a negro.
Abre la ventana, y deja que la luz vaya modificando los tonos.
Y aunque esté ahí.
Ya no acecha.
Ahora solo mira.
Asiente.
Y te deja respirar. 



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